Los desastres de la guerra... un año después

En el pasado año de 2012 celebramos el Bicentenario de la Guerra de la Independencia así como de nuestra primera Constitución, popularmente conocida como “La Pepa”. Han sido numerosos los eventos que se han llevado a cabo para festejar o rememorar tales efemérides, quedándonos este año sin nada que recordar (y mucho menos “festejar”, especialmente con la actual situación económica en la que nos encontramos).
Sin embargo, aprovechando el nuevo año, quiero hacer una aproximación a aquellos ubetenses de 1813, reflexionando sobre cuál sería su situación tras la contienda bélica, en la cual se habría expulsado al enemigo francés y se habría devuelto el trono al “Deseado” Fernando VII.

Sin duda, además de la escasez y del hambre, los años posteriores a la contienda debieron ser de gran caos y desazón para nuestros antepasados. Uno de los aspectos que más chocaría al ciudadano de a pie sería la modificación de espacios urbanos tradicionales: murallas, conventos, ermitas, etc., que habrían sido arruinados, transformados y reutilizados para otros fines.

Durante el ataque francés, las viejas murallas resistían el ataque, sin duda gracias a la labor del cabildo (o a los propios ciudadanos) que mejoraban sus defensas; de hecho, en esta época se refuerzan las murallas de los arrabales de San Isidoro y San Nicolás, más endebles que la muralla que hoy encierra el casco histórico. De hecho, hay constancia que en estos años se construiría una nueva puerta, la Puerta Nueva de Baeza o de San Lázaro, ubicada cerca del Hospital de Santiago, y que sirvió para frenar el ataque de los franceses. 
Uno de los aspectos más importantes que supuso esta contienda fue el inicio del desmoronamiento de parte del Antiguo Régimen, con la modificación de viejas estructuras ancestrales en donde el clero -especialmente el regular- gozaba de un importante status. Hasta quince conventos había en la Ciudad de los Cerros, número que se verá drásticamente reducido durante esta centuria.

Atendiendo a la documentación existente y fechada antes de la guerra, la mayoría de los conventos existentes en Úbeda se encontraban en un precario estado de conservación, siendo frecuentes las donaciones económicas particulares y las solicitudes al cabildo de ayudas para sufragar los numerosos gastos de dichas casas de oración. La contienda bélica supuso la total ruina de muchos de ellos.

 

El primero de los conventos en desaparecer -incluso antes de la Guerra de la Independencia- fue el Convento jesuita de Santa Catalina, que fue clausurado tras la Pragmática Sanción de Carlos III (1767), que suponía la expulsión de los jesuitas de todos los territorios hispánicos; el inmueble sería reutilizado para escuela de primeras letras y posteriormente para ubicar el cuartel de la milicia nacional, reconvirtiéndose con posterioridad en el Casino Antiguo o de los Señores (pudiéndose ver sus restos en la calle Compañía, en un conocido local comercial de nuestra ciudad).

Durante la regencia de José I Bonaparte (popularmente conocido como “Pepe Botella”) se lleva a cabo una desamortización religiosa que no implicaba la supresión de la propiedad, sino la extinción de todas las comunidades y confiscación de sus rentas para el avituallamiento y gastos de guerra de las tropas francesas. Con tal orden, la gran mayoría de los conventos fueron ocupados por militares, quienes reutilizaron los edificios como improvisados cuarteles.

Los primeros ataques de la guerra ocasionarían que algunos religiosos huyeran apresuradamente de sus conventos, regresando posteriormente por temor a represalias. Así, en febrero de 1810, habrían regresado las Dominicas del convento de Madre de Dios de las Cadenas, las Carmelitas Descalzas del convento de la Inmaculada Concepción y las Franciscanas del convento San Nicasio, cuyas monjas abrían huido apresuradamente hacia Jódar llevando consigo todos sus objetos de valor.

Finalizada la Guerra de la Independencia, la Regencia del Reino ordena a los religiosos retornar a sus primitivos conventos; eso sí,  las Cortes de Cádiz impiden la reconstrucción de los conventos destruidos, suprimiendo aquellos que tenían menos de doce religiosos profesos. En octubre de 1813 se informa que se podrían usar los Conventos de la Trinidad, San Andrés, La Victoria, San Juan de Dios y La Merced; a pesar de las órdenes, hasta 1814 no se produce el regreso de los mercedarios a su convento y de los dominicos a San Andrés.

La llegada de los religiosos a sus conventos fue, en gran medida, traumática. Los Carmelitas Descalzos informaban que la iglesia de San Miguel estaba totalmente arrasada y sin ornamentos; los recoletos de San Antonio se ven obligados a acoger el nuevo cementerio municipal en su huerto para obtener fondos económicos, mientras que los franciscanos declaran que su convento estaba «absolutamente arruinado sin haber quedado mas qe. algunas paredes, destruida su fabrica y materiales de que se componía». Éstos últimos, tras limosnear durante años un sitio para cobijarse, finalmente optan por reconstruir ellos mismos su convento con muy limitados recursos. 

No solamente los conventos sufrirían transformaciones debido al ataque de los franceses, sino también algunas de las ermitas que rodeaban la ciudad. Tres ermitas localizadas relativamente cerca del casco histórico de la ciudad fueron arrasadas: las de la Vera Cruz, San Marcos y San Lázaro, pasando sus bienes muebles a las iglesias de San Nicolás y San Isidoro.  De la barbarie se salvarían las ermitas del Pilar ó del Paje así como la de San Ginés (en donde se construiría el cementerio), así como otras más alejadas como las de Santa Eulalia, del Gavellar o San Bartolomé. 

A pesar de que la Guerra de la Independencia supuso un mazazo en las estructuras tradicionales de la ciudad, no lo fue tanto como otros acontecimientos políticos del siglo XIX. Me refiero a las desamortizaciones eclesiásticas de 1820 y 1836, que supondría que todos los conventos de la ciudad (con excepción de Santa Clara y las Carmelitas) fueran expropiados y vendidos en subasta pública. Ello supondría la total transformación de espacios urbanos de la ciudad, cambiando de uso algunos de estos edificios para albergar colegios, cuarteles, cárceles, etc., y, en el peor de los casos, que fueran demolidos sus viejos inmuebles por amenaza de ruina.

Parafraseando la célebre frase latina del siglo XVII: “Quod non fecerunt francesi, fecerunt ubetensi” (Aquello que no han hecho los franceses, lo han hecho los ubetenses”).   

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