Nuevos productos turísticos

Durante el mes de enero se ha llevado a cabo la Feria Internacional de Turismo (FITUR) de Madrid, de la que tanto se ha hablado y en la que se han vendido las bondades del binomio Úbeda-Baeza, la belleza de los parques naturales de la provincia de Jaén, así como numerosas rutas culturales como la Ruta de los Castillos o el Viaje al Tiempo de los Íberos.
Todos los años se va a Madrid con el deseo de mostrar lo mejor de nuestra ciudad, deseando ofrecer cosas nuevas. Éste año ha tocado el hotel de cinco estrellas (que esperemos sea una realidad muy pronto), el centro de interpretación de la muralla (aún no inaugurado y ya sufriendo daños vandálicos) o las instalaciones para congresos que ofrece el Hospital de Santiago (plenamente desbordado de actividades, y que necesitaría rápidamente plantear una reestructuración de funciones y espacios).
Precisamente, debido al deseo por la novedad, por ofrecer algo nuevo al visitante, desde aquí plantear una serie de propuestas que no serían demasiado costosas ni complicadas de llevar a cabo, y que redundarían en la recuperación de nuestro patrimonio y en ampliar la oferta a los visitantes.
El primer proyecto que comento sería la rehabilitación y puesta en valor de las ruinas de Santo Tomás. Se trata de una antigua iglesia parroquial fundada tras la conquista de la ciudad, localizada cerca del Palacio de Francisco de los Cobos, y que fue germen del magno proyecto de la Sacra Capilla del Salvador (no obstante, su Capilla de la Concepción se concibió como enterramiento familiar de Cobos). De esta iglesia aún queda recuerdo en la toponimia de las calles, pues ahí está la Gradeta (popularmente conocida como “Bragueta”) de Santo Tomás, pequeña plazoleta en donde se localizan dos interesantes casas judías, muy cerca de la Casa del Blanquillo
¿Es lo único que existe de esta iglesia? La verdad es que sorprendería a los ciudadanos lo que aún se conserva del templo. Tras un muro de bloques de hormigón y una puerta metálica, entre montañas de tierra y vegetación, aún se pueden observar los muros perimetral de la capilla mayor, de estilo tardomedieval, con el arranque de varias columnas, así como algunos restos de una capilla lateral y de las escaleras de su torre. Más restos del templo se conservan en el Museo Arqueológico de la ciudad, en donde están algunos canecillos y capiteles románicos.   



¿Qué ocurrió con la iglesia para que estuviera en ruinas? Curiosamente, ésta era una de las parroquias más importantes de la ciudad, con importantes familias vinculadas a ella, entre otras, los Cueva, Ortega, Biedma, Trillo, Porcel, Aranda, etc. (de hecho, a esta iglesia se vincula la leyenda de la Navidad sangrienta, en la que el jefe del clan familiar de los Aranda fue asesinado en el altar mayor por los Trapera durante la Misa del Gallo, dejando como recuerdo una gran mancha de sangre que aparecía anualmente en Navidad).
Durante la Edad Moderna, la fábrica del templo fue enriqueciéndose, llegando a ser una espaciosa iglesia de tres naves, con muchas capillas laterales y dos bellas portadas: la principal -que daba a la Placeta de Santo Tomás- y la Puerta Baja -que daba a las murallas-, así como una torre campanario.
La paulatina despoblación del barrio supuso la minoración de recursos económicos, hasta el punto de que a principios del siglo XIX no tenían dinero ni para el aceite para la lámpara del Santísimo. El mal estado del templo hace incluso plantear al prior, D. Luis de la Mota Hidalgo, el traslado al clausurado y colindante Convento del Carmen, algo que finalmente no se lleva a cabo. En 1843 se ordena la supresión de la parroquia, pasándose el culto y su feligresía, así como sus bienes muebles, a la cercana iglesia de San Pablo -quien también acogería el culto de San Millán-.
Ya por estos años el templo amenazaba ruina, y a finales del siglo XIX ésta ya era total. De hecho, tenemos la siguiente descripción que nos realiza Alfredo Cazabán: «Solo algunos muros por la acción del tiempo azotados, solo un montón de ruinas, nos señala el sitio que ocupaba la antigua iglesia parroquial de Santo Tomás Canturiense. Muros y ruinas que han pasado á través del tiempo para dejar á las generaciones imperecedero recuerdo».
Olvidada por completo, en la década de 1951 los escasos restos fueron arrasados para construir algunas viviendas sociales, demoliendo parte de la torre que aún se conservaba y trasladando la capilla de la Concepción a la iglesia de Santo Domingo, en donde aún hoy se puede ver, a los pies del templo. El redescubrimiento de las ruinas en marzo de 1994 permitió el estudio de las ruinas por parte de Antonio Almagro y Vicente Ruiz, albergando la posibilidad de crear proyectos ilusionantes… Si bien, desde ese momento hasta la actualidad, poco más se hizo.



¿Qué se podría hacer con las ruinas? Su puesta en valor no sería un proyecto excesivamente complicado ni costoso, especialmente si empleamos los recursos municipales. Por supuesto, el primer paso sería volver a realizar un estudio arqueológico del lugar pues en casi dos décadas, el espacio ha sufrido numerosos daños y sería necesario analizar el estado en cuestión del espacio.
Tras ello, se debería liberar las ruinas para su perfecta observación, consolidarlas para evitar su destrucción, e incluso crear un espacio expositivo similar al que han hecho en Baeza con las ruinas de San Juan Evangelista (aunque supliendo algunos de los errores que dicho proyecto conlleva, evitando falsas reconstrucciones). Y, finalmente, y contando con la participación de la Escuela Taller de la ciudad, se debería adecentar el muro perimetral, sustituyendo los bloques de hormigón por paramentos de piedra y verja. Gracias a esto recuperaríamos uno de los espacios más relevantes de nuestro pasado medieval como serían las ruinas de una iglesia tardorrománica, de un estilo muy poco frecuente en Andalucía y del que quedan algunos ejemplos en nuestra provincia.


El segundo proyecto que traigo aquí sería más complicado de plantear -por la inconveniencia de tratarse de una propiedad privada-, pero que de llevarse a cabo podría ser un proyecto ilusionante. Se trataría de recuperar las ruinas del Convento de San Francisco, que se encuentran al final de la calle Cava.
Ya hice mención en el anterior artículo sobre el destino del convento tras la Guerra de la Independencia y la Desamortización Eclesiástica. El caso es que aún se conservan importantes restos de la nave de la iglesia conventual (colmatada por grandes tinajas de barro), así como parte del perímetro de la clausura, con sus portadas y algunos arcos de diversas capillas funerarias. Son sólo ruinas que progresivamente se van deteriorando sin que nadie haga nada por ellas, cubriéndose de más y más vegetación.
Sería necesario plantear la adquisición de este solar por parte del Ayuntamiento que, por ley, no puede ser modificado y que, a la postre, más bien se trata de una carga fiscal para los dueños. Tras la adquisición, se debería plantear la consolidación de las ruinas, crear incluso una posible cubierta protectora, dinamizando este lugar olvidado de la ciudad con la creación de un espacio sobre nuestra historia reciente; así, se podría hacer especial hincapié en los grandes desastres del siglo XIX en nuestra ciudad como fueron la Guerra de la Independencia o la Desamortización Eclesiástica, analizando nuestro patrimonio desaparecido e intentando hacer una aproximación al visitante (y también al ciudadano local). Sería, sin duda, un gran reclamo que complementaría al cercano Centro de Interpretación de las Murallas, y que vendría a potenciar un área tan olvidada de nuestra ciudad como sería la calle Cava y los Jardines del Alférez Rojas.




Desde aquí unas humildes ideas que, como siempre, deberían ser debatidas y consensuadas entre un equipo interdisciplinar para la recuperación de nuestro patrimonio y que pueda ser mostrado a locales y foráneos. Esperemos que tomen nota quienes deben actuar.  

Los desastres de la guerra... un año después

En el pasado año de 2012 celebramos el Bicentenario de la Guerra de la Independencia así como de nuestra primera Constitución, popularmente conocida como “La Pepa”. Han sido numerosos los eventos que se han llevado a cabo para festejar o rememorar tales efemérides, quedándonos este año sin nada que recordar (y mucho menos “festejar”, especialmente con la actual situación económica en la que nos encontramos).
Sin embargo, aprovechando el nuevo año, quiero hacer una aproximación a aquellos ubetenses de 1813, reflexionando sobre cuál sería su situación tras la contienda bélica, en la cual se habría expulsado al enemigo francés y se habría devuelto el trono al “Deseado” Fernando VII.

Sin duda, además de la escasez y del hambre, los años posteriores a la contienda debieron ser de gran caos y desazón para nuestros antepasados. Uno de los aspectos que más chocaría al ciudadano de a pie sería la modificación de espacios urbanos tradicionales: murallas, conventos, ermitas, etc., que habrían sido arruinados, transformados y reutilizados para otros fines.

Durante el ataque francés, las viejas murallas resistían el ataque, sin duda gracias a la labor del cabildo (o a los propios ciudadanos) que mejoraban sus defensas; de hecho, en esta época se refuerzan las murallas de los arrabales de San Isidoro y San Nicolás, más endebles que la muralla que hoy encierra el casco histórico. De hecho, hay constancia que en estos años se construiría una nueva puerta, la Puerta Nueva de Baeza o de San Lázaro, ubicada cerca del Hospital de Santiago, y que sirvió para frenar el ataque de los franceses. 
Uno de los aspectos más importantes que supuso esta contienda fue el inicio del desmoronamiento de parte del Antiguo Régimen, con la modificación de viejas estructuras ancestrales en donde el clero -especialmente el regular- gozaba de un importante status. Hasta quince conventos había en la Ciudad de los Cerros, número que se verá drásticamente reducido durante esta centuria.

Atendiendo a la documentación existente y fechada antes de la guerra, la mayoría de los conventos existentes en Úbeda se encontraban en un precario estado de conservación, siendo frecuentes las donaciones económicas particulares y las solicitudes al cabildo de ayudas para sufragar los numerosos gastos de dichas casas de oración. La contienda bélica supuso la total ruina de muchos de ellos.

 

El primero de los conventos en desaparecer -incluso antes de la Guerra de la Independencia- fue el Convento jesuita de Santa Catalina, que fue clausurado tras la Pragmática Sanción de Carlos III (1767), que suponía la expulsión de los jesuitas de todos los territorios hispánicos; el inmueble sería reutilizado para escuela de primeras letras y posteriormente para ubicar el cuartel de la milicia nacional, reconvirtiéndose con posterioridad en el Casino Antiguo o de los Señores (pudiéndose ver sus restos en la calle Compañía, en un conocido local comercial de nuestra ciudad).

Durante la regencia de José I Bonaparte (popularmente conocido como “Pepe Botella”) se lleva a cabo una desamortización religiosa que no implicaba la supresión de la propiedad, sino la extinción de todas las comunidades y confiscación de sus rentas para el avituallamiento y gastos de guerra de las tropas francesas. Con tal orden, la gran mayoría de los conventos fueron ocupados por militares, quienes reutilizaron los edificios como improvisados cuarteles.

Los primeros ataques de la guerra ocasionarían que algunos religiosos huyeran apresuradamente de sus conventos, regresando posteriormente por temor a represalias. Así, en febrero de 1810, habrían regresado las Dominicas del convento de Madre de Dios de las Cadenas, las Carmelitas Descalzas del convento de la Inmaculada Concepción y las Franciscanas del convento San Nicasio, cuyas monjas abrían huido apresuradamente hacia Jódar llevando consigo todos sus objetos de valor.

Finalizada la Guerra de la Independencia, la Regencia del Reino ordena a los religiosos retornar a sus primitivos conventos; eso sí,  las Cortes de Cádiz impiden la reconstrucción de los conventos destruidos, suprimiendo aquellos que tenían menos de doce religiosos profesos. En octubre de 1813 se informa que se podrían usar los Conventos de la Trinidad, San Andrés, La Victoria, San Juan de Dios y La Merced; a pesar de las órdenes, hasta 1814 no se produce el regreso de los mercedarios a su convento y de los dominicos a San Andrés.

La llegada de los religiosos a sus conventos fue, en gran medida, traumática. Los Carmelitas Descalzos informaban que la iglesia de San Miguel estaba totalmente arrasada y sin ornamentos; los recoletos de San Antonio se ven obligados a acoger el nuevo cementerio municipal en su huerto para obtener fondos económicos, mientras que los franciscanos declaran que su convento estaba «absolutamente arruinado sin haber quedado mas qe. algunas paredes, destruida su fabrica y materiales de que se componía». Éstos últimos, tras limosnear durante años un sitio para cobijarse, finalmente optan por reconstruir ellos mismos su convento con muy limitados recursos. 

No solamente los conventos sufrirían transformaciones debido al ataque de los franceses, sino también algunas de las ermitas que rodeaban la ciudad. Tres ermitas localizadas relativamente cerca del casco histórico de la ciudad fueron arrasadas: las de la Vera Cruz, San Marcos y San Lázaro, pasando sus bienes muebles a las iglesias de San Nicolás y San Isidoro.  De la barbarie se salvarían las ermitas del Pilar ó del Paje así como la de San Ginés (en donde se construiría el cementerio), así como otras más alejadas como las de Santa Eulalia, del Gavellar o San Bartolomé. 

A pesar de que la Guerra de la Independencia supuso un mazazo en las estructuras tradicionales de la ciudad, no lo fue tanto como otros acontecimientos políticos del siglo XIX. Me refiero a las desamortizaciones eclesiásticas de 1820 y 1836, que supondría que todos los conventos de la ciudad (con excepción de Santa Clara y las Carmelitas) fueran expropiados y vendidos en subasta pública. Ello supondría la total transformación de espacios urbanos de la ciudad, cambiando de uso algunos de estos edificios para albergar colegios, cuarteles, cárceles, etc., y, en el peor de los casos, que fueran demolidos sus viejos inmuebles por amenaza de ruina.

Parafraseando la célebre frase latina del siglo XVII: “Quod non fecerunt francesi, fecerunt ubetensi” (Aquello que no han hecho los franceses, lo han hecho los ubetenses”).